EPÍLOGO
La
plazoleta de la fuente del Chorro
Gordo estaba
hoy muy alumbrada y transitada. Era porque se había convocado la
subasta de los pastos de la dehesa boyal. Un fanal grande de aceite
de varios fuegos, alumbraba la entrada al edificio. En el
frontispicio de la puerta podía leerse: Casa
del Concejo.
Frente
a esta entrada había dos acacias.
Alrededor
de ellas un grupo de niñas cantaban un romance y saltaban a la
comba. Lo hacían al compás de su canción y formando un corro.
Iban
con las manos entrelazadas en la espalda. Y una tras otra saltaban
por encima de la cuerda. La catenaria de la soga pasaba,
alternativamente, bajo sus pies y sobre sus cabezas.
Al
fondo la fuente del Chorro
Gordo.
Al caer el agua de sus caños se llenaba el ambiente de un son grave
y adormecedor.
También
se oía el repicar del esquilón de la iglesia de Santo Domingo de
Guzmán que llamaba para la novena.
En
aquel momento cruzaba la plaza una comitiva formada por un pequeño
grupo de personas. Se paró una dama enlutada, que iba en la cabecera
de la comitiva y se veía que era anciana, como demostraba su pelo
totalmente cano.
—¿Qué
cantan esas niñas, Ismael?
—Un
romance, doña Virtudes— ¡Escuchad que parece muy bello!
La
dama prestó su atención al romance que cantaban, suspiró
profundamente y al mismo tiempo, dos lágrimas muy gruesas y
brillantes resbalaron por su cara.
Y
las niñas siguieron cantando...
En
los Tercios italianos
un
soldado se murió
y
su madre de la pena
casi
también falleció.
En los Tercios italianos
es
donde pereció Andrés
y
su querida pastora
casi
se muere también.
Rosarito,
desolada
al
Castillo se subió,
a
la sima de la Mora,
trastornada,
se tiró.
Que
una, que dos y que tres
que
este soldado era Andrés.
Y
que ella era Rosarito
la
pastora del Coronito.
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