El río Ruecas ha producido durante el paso de los siglos, un cortado, desde el que se domina la carretera que va a Puerto Llano, el propio río, y un molino harinero que estaba situado sobre él.
Por la puerta misma de ese molino pasaba un camino que era Cañada Real y servía también de paso a los huertos que existían sobre el valle, que era un terreno de aluvión creado por el propio río. Había también, allí mismo, una fuente de buen agua que manaba justo al pié de un castaño centenario.
Os voy a contar lo que nos pasó a mi amigo Alfonso Gil Muñoz y a mi mismo, hace ya tiempo...mucho tiempo.
Sería por el año 1.950 cuando Alfonso Gil y yo nos hicimos amigos. Teníamos prácticamente la misma edad, pero el empezó los estudios de bachiller un año antes que yo, de modo que me prestaba sus libros, pues entonces los libros servían de una año para otro, por lo cual los padres ahorraban dinero, y a pesar de ello no había ningún tipo de crisis editorial.
Alfonso vivía en Cáceres y yo en Cañamero, pero todos los veranos venía al pueblo y normalmente se quedaba en la casa del abuelo Martirián.
Ambos crecimos convenientemente, tanto física como intelectualmente y también nos hicimos hábiles cazadores de pájaros, sobre todo él. Usábamos como instrumento de caza el tirador que como casi todo el mundo sabe, es un arma muy sencilla formada por una badana de cuero, un par de tirantes hechos con la goma de la cámara de una bicicleta o mejor de un coche (entonces había muy pocos, si bien su padre tenía uno), y una horquilla metálica o de madera. Nosotros preferíamos las segundas, después de buscarlas con mucho ahínco en los matos de espino, secarlas bien y luego trabajarlas con esmero.
Fueron pasando los días y cayendo las ollas, como diría Cervantes, crecimos y ocurrió que cambiamos de armamento. Ahora empezamos a usar, a escondidas, una escopeta de caza de 12 mms, que su abuelo tenía colgada en un clavo en el doblado de su casa.
Como ocurría que no teníamos la edad precisa para sacar el permiso de armas de fuego y menos aún para la licencia de caza, en poco tiempo nos convertimos en cazadores furtivos. Salíamos, discretamente, a la hora de la siesta, por la trasera de la casa de su abuelo, que daba al Soto, atravesábamos el castañar, que había en las faldas del Castillo, y nos íbamos hasta un vivar de conejos que estaba en la era de la Escarihuela, en una ladera cercana a los cortados del río Ruecas.
Allí hicimos nuestras primeras prácticas de armas, soltamos los primeros tiros y matamos los primeros conejos.
¡Que buenos arroces comimos por entonces! La abuela Teresa ponía al fuego de la lumbre, una sartén de rabo largo sobre la trébedes y en ella nos cocinaba una merienda cena excelente, a base de arroz con trozos de conejo, ajo, pimiento verde, una hoja de laurel, mucho cariño y fuego lento. Muy pronto nos aburrimos da cazar conejos, a la espera. Yo le decía a mi amigo Alfonso que más parecía un crimen que una cacería y empezamos a ir a las perdices, al salto. Así vivimos mejor el riesgo y la emoción por la caza.
¡Que buenos arroces comimos por entonces! La abuela Teresa ponía al fuego de la lumbre, una sartén de rabo largo sobre la trébedes y en ella nos cocinaba una merienda cena excelente, a base de arroz con trozos de conejo, ajo, pimiento verde, una hoja de laurel, mucho cariño y fuego lento. Muy pronto nos aburrimos da cazar conejos, a la espera. Yo le decía a mi amigo Alfonso que más parecía un crimen que una cacería y empezamos a ir a las perdices, al salto. Así vivimos mejor el riesgo y la emoción por la caza.
Mi amigo se convirtió en un tirador excepcional, y no fue mi caso, porque cuando me invitaba a tirar yo le solía responder, riendo, que a mi las perdices no me habían hecho nada. Con ello terminé siendo perro, secretario y cronista de nuestras andanzas cinegéticas.
Y así fueron pasando los años y… Alfonso llegó a tener la edad, supongo que seria a los dieciséis años, en que ya pudo obtener la licencia de armas y el permiso de caza, con lo cual, casi dejamos de ser furtivos. No obstante, seguíamos manteniendo nuestras costumbres y los mismos lugares donde siempre habíamos cazado.
En el verano de 1.957, salimos de su casa a la hora de la siesta. Alfonso con su escopeta italiana al hombro, y una canana repleta de cartuchos que llamaba la atención, por lo nueva.
En el Soto nos encontramos a la señora María, su vecina, que respondió a nuestro saludo y después nos hablo en los siguientes términos:
—Mirad si encontráis al milano, que me esta matando los pollos. Es un bicho muy grande que me esquilma el gallinero.
—Muy difícil lo tenemos, casi como encontrar una aguja en un pajar—Respondió Alfonso.
— ¿Y hacia donde vuela el bicho, Sra. María; hacia el Castillo o hacia el Risco Gordo?—Me atreví a preguntar.
—Yo creo que tiene su nidal en los cortados del Ruecas, porque siempre toma esa dirección, después de robarme sus presas y supongo que allí lo debe tener, sin duda.
—Ya lo vamos a intentar—Dijo mi compañero y amigo.
No llevábamos un plan preconcebido y como aquella buena mujer nos impresionó al contarnos su pequeña tragedia doméstica, nos pusimos en camino, rápidamente, hacia los farallones de los cortado del Ruecas.
Llegados allí nos desplegamos por la zona. Alfonso iba adelantado sobre mí cinco o seis metros, y andábamos con pies de plomo, por sorprender al pajarraco y porque la senda era difícil y peligrosa. A nuestra mano izquierda quedaba un risco de cuarcita, sobre la que la naturaleza había excavado una cornisa que quedaba cubierta por una bóveda, abierta hacia el río. A mano derecha un picacho de roca que coronaba el cortado que caía a plomo, cincuenta o sesenta metros, hasta el camino de los huertos.
De improviso percibimos un silbido suave y una sombra fugaz pasó sobre nuestras cabezas. Alfonso giró el cuerpo y soltó los dos tiros de su escopeta. Se oyó un quejido, casi humano, y mi amigo comenzó a gritar muy excitado: ¡le he dado, he matado al bicho!
Yo había permanecido agazapado hasta ese momento, porque la peligrosidad de la acción del cazador me aconsejó tomar precauciones y me tire en el suelo bocabajo. Y aún así, percibí el silbido de la perdigonada y el olor de la pólvora.
Luego permanecimos expectantes y al cabo de unos segundos, que nos parecieron eternos, sentimos un golpe seco y fuerte. Era evidente que ese ruido no lo podía producir el cuerpo de un milano al chocar contra el suelo. Habíamos dado caza a un pájaro muy grande, que no sabíamos qué era.
Bajamos por la ladera del cortado y llegamos al sitio donde había caído el pájaro. Entre los helechos lo encontramos rápidamente, porque había algunas plumas pequeña que indicaban su presencia, y muy excitados y más que emocionados nos topamos con un ejemplar de búho Real de una envergadura descomunal. Más de dos metros y medio, con las alas extendidas.
Y en ese momento empezó nuestra diatriba. Qué íbamos a hacer con el bicho. El abuelo Martirián nos decía, con mucha frecuencia, que no había que tirar ni al Búho ni al Águila Reales, porque había muy pocos ejemplares y había que protegerlos.
Decidimos pasarnos a la carretera que subía hasta el pueblo, Alfonso caminaba por una de las cunetas y yo por la contraria, llevamos al pájaro, que pesaba más de veinte o treinta kilos, cogido por las alas y ocupábamos todo el ancho de la carretera. En eso estábamos cuando nos adelantó un vecino montado en su caballería. Extrañado y extasiado por la prestancia y grandeza del pájaro, bajo de su caballería para verlo con detalle. Alfonso le contó lo que había pasado y de cómo éramos reacios de llevar al pueblo aquél ejemplar tan fantástico. El buen hombre nos convenció de que, si, debíamos hacerlo para que la gente viese como era, al natural, un Búho Real y que con toda seguridad no volverían a tener otra ocasión similar en su vida. Nos convenció y lo subimos al pueblo.
Desde las primeras casas hasta San Miguel se formó una manifestación de gente y se corrió rápidamente la voz, de que el nieto del tío Martirián había matado un pájaro muy grande.
Creo que fue Luis Sacristán el que se interesó por aquel magnifico ejemplar y nos lo pidió para llevárselo a un taxidermista que había en Guadalupe, con la idea de que se lo disecase. Se lo dimos y nos fuimos a nuestras respectivas casas. Alfonso con la idea de contarle al abuelo lo que nos había ocurrido, de primera mano, con lo cual se evitaría unos daños mayores que ocurrirían si la historia llegaba hasta él contada por boca de otros. Yo iba cabizbajo y entristecido por haber colaborado, de algún modo, a matar al que pudo ser el último búho Real del cortado del Ruecas.
Han pasado muchos años y mi amigo Alfonso se ha ido hasta otros cazaderos. También iré yo, dentro de no mucho tiempo. Sigo pensando lo mismo que te decía cuando me invitabas a tirar a las perdices: “Alfonso a mi las perdices no me han hecho nada…” Pero en base a la amistad que mantenemos estoy dispuesto a prestarme para ser Cronista o Secretario en tus nuevas cacerías.
¡Hasta pronto, amigo mío!
Amigo Antonio: magnífico relato, enhorabuena, ya veo que sigues en forma. Un fuerte abrazo y cuídate.
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ResponderEliminarNo te poedo responder. No se quién eres.
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